Seguramente, el ciudadano de la Isla, de esta Isla que olvida y se encoge de hombros ante el cadáver de sus ruinas, o que ve cómo descuelgan de las paredes de sus lares las obras de arte que han adornado sus habitáculos sin poner la menor resistencia, o que incluso se amolda al cambio de una fisonomía arquitectónica pasando del ochocientos a la vulgaridad de la grillera sin siquiera el bostezo del lamento, seguramente, digo, no se habrá percatado de que posee una joya engarzada en la plata azul de su entrono: el CENTRO OBRERO.
Dicho así, Centro Obrero, pudiera resultar la envoltura de lo recreativo para una sociedad, la del trabajo que se reúne para llenar los ratos del ocio que provoca el trabajo cuando éste se convierte en silencios prolongados y las máquinas han dejado sus ruidos monótonos y agobiantes de las fábricas, ahora con la interrogante encima de sus cierres y reconversiones. Y no; no es esa, o ese, el significado de esas dos frases con las que vulgarmente le conocemos: CENTRO OBRERO. Es todo lo contrario. Es el laborar, silencioso y recalcitrante de ir forjando en el trabajo y la cultura, en la técnica y en el arte, a los futuros hombres de la Isla para hacerlos dignos ciudadanos del mundo. Ahí es nada: dignos ciudadanos. Y lo hace, cuando media población anda atareada en el ocio, o cuando ya el ocio es el hábito del callejoleo y de la visita de escaparates, o el ir aliviando el paladar mientras las piernas se aligeran de artritis o reumas imposibles desde Estación al Carmen, o viceversa.
Silenciosa labor que cumple CIEN años dentro de nada, haciendo camino, abriendo caminos en las ansias del hombre y colocando horizontes en sus esperanzas de trabajo. Silenciosa labor que ha conocido todas las políticas que nos han llegado sin siquiera sentir en su trabajo el incisivo de las repugnancias ni la imposición de las culturas partidistas. Magnífica labor que deberíamos coronar con la corona del agradecimiento. Sí. Sentirnos agradecidos y de alguna manera orgullosos de poseer en nuestro suelo patrio un Centro, que a fuerza de yunque y martillo, amor y paciencia, fe y confianza en el hombre, ha forjado hombres que hoy vienen destacando profesionalmente, situándose en los primeros puestos y escalafones de todas las ramas profesionales.
Difícil sería si en el cincuenta por ciento de las familias isleñas no hubiera un miembro de ella, que no se hubiera educado en las aulas del Centro Obrero. Y, en cien años, ya son muchos los hombres que han salido de sus aulas, con toda garantía de colocación y continuidad de empleo por la valía de sus conocimientos y solidez de los mismos.
Ahora que cumple el Centro Obrero, Cien años de vida activa a favor de nuestros hijos, es la mejor ocasión para sentirnos agradecidos por su labor. Vamos a ofrecerle ese pastel con cien velas para apagarlas con el soplo del cariño y desearle que “cumpla muchos más”, cientos de cientos años más y que siempre haya hombres en la Isla dispuestos a recoger la antorcha que encendieron sus creadores para mantenerla encendida permanentemente, como faro que guíe al caminante isleño en esta aventura de la vida.
Porque, si perdemos el Centro Obrero, perdemos cien años de nuestra singular historia. Perdemos el crisol donde se funde el metal precioso del futuro. Perdemos el yunque y el martillo donde se moldea el hierro del ala de nuestros hijos. Perdemos el amor y la paciencia de la enseñanza y perdemos la fe y la confianza en el hombre.
La Isla tiene una joya preciosísima engarzada en el azul, en su azul salinero: EL CENTRO OBRERO. Una joya de rarísima especie que no fue extraída de las entrañas de la tierra sino del corazón del hombre, que no envejece, que no se desgasta, que no disminuye su brillo, que fulgura con toda intensidad en los días grises de las incomprensiones y que, si cumple cien años, es como un vestirse de largo para entrar en sociedad.
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